Si hace seis años me hubieras preguntado, como visualizaba la maternidad y como me veía a mi misma en el futuro, jamás te hubiera mostrado este presente.
Seguramente iba yo a tener una niña parlanchina, preguntándome mil cosas, tal vez estaría un poco harta de la etapa del “¿Porqué?“ y mi vida giraría en ayudarla a ampliar su lectura (a los 5 años ya debería estar leyendo libros, como lo hice yo) y probablemente iba a tener un coeficiente intelectual alto como los demás niños de mi familia. Ya estaría en clases de violín, piano y la mantendría ocupada todos los días en pulir su intelecto mientras la criaba con comida puramente orgánica y y con juegos puramente educativos mientras aprendía a montar unicornios voladores.
Corte a…
Tuve un niño, (hasta en eso, como en todo me equivoqué) increíblemente callado, feliz, que no empezó a hablar hasta los cuatro añitos, que tiene una dieta estrecha, solo come omelettes, verduras, pasta y carne con frijoles a la boloñesa (y por supuesto chocolate), que juega indeterminadamente con su iPad, que su mayor felicidad es brincar en los sillones y jugar con sus ballenas y pingüinos de juguete, mientras destroza su colección de carritos para quitarles las ruedas que son su pasión.
Mi hijo está diagnosticado dentro del Trastorno del Espectro Autista (o TEA) y nuestra vida es totalmente diferente a lo que yo planeé.
Como toda mamá, en un inicio, cada cosa que G hacia antes que los niños de su misma edad era motivo de orgullo (levantó la cabeza antes? Seguro es signo de que es un genio 😅) pero poco a poco G empezó a quedar atrás en sus pequeños logros. La primera palabra no llegaba, tampoco lo veía ondeando su manita para saludar, y empecé a darme cuenta de que no respondía a su nombre ni volteaba a verme.
Mi experiencia trabajando con niños con capacidades diferentes me hizo despertar una noche, llena de miedo. “Tal vez es autismo” pensé.
Esa noche no dormí, tratando de decirme a mi misma que estaba exagerando, que G era un niño muy feliz, que nunca lloraba y básicamente de convencerme a mi misma de no ver la realidad que tenía en frente.
A la mañana siguiente me llevé a mi niño a su clase de cuentos y rimas para bebés, y mientras cruzábamos el parque para llegara a la biblioteca me detuve, y comencé a llamarlo por su nombre, esperando que el volteara e hiciera contacto visual. Lo llamé varias veces, mientras el volumen de mi voz subía y mi corazón se rompía mientras me daba cuenta de que era muy probable que mi bebé (ese bebé perfecto que tanto amo) estuviera dentro del espectro. Y comencé a llorar a medio parque.
Empezó entonces una lucha frenética (en donde concentre mi tristeza, mi miedo y todo eso que te da cuando te enfrentas con tus hijos a un mundo desconocido) por encontrar ayuda y pronto, a sabiendas que la intervención temprana es la mejor forma de ayudarle.
Al inicio fue difícil, convencer a mi marido que nuestro bebé necesitaba ayuda, convencer a los doctores para que nos canalizaran, convencer a mi familia de que no estaba loca y de que mi bebé necesitaba ayuda. De repente era como si el y yo estuviéramos solos contra el mundo.
Poco a poco se empezó a hacer más notable su autismo y nuestras luchas han cambiado, no han sido menos difíciles y sus pequeñas victorias han sido lo más grande y valioso para mi.
Nuestra vida es diferente, y definitivamente no es la perfección que soñé hace 6 años mientras acariciaba mi pancita con amor, pero no ha sido menos valiosa y en definitiva, aunque ha sido muy difícil también ha sido llena de amor y alegría. Y no cambiaria a mi niño por nada en el mundo, así nos vengan 1 millón de luchas más
3 respuestas a “El día que me di cuenta que mi hijo tenia autismo”
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